No es comparable la emoción de tener un elefante a cinco metros, separado por un foso en un zoo, por grande que sea el bicho, con el pequeño milagro de que se te acerque un armiño, porque le de la gana, a olerte la mano en pleno Pirineo.
Tampoco es lo mismo nadar relajadamente en un mar domado con diques que darte un baño de energía en el océano que libremente ha decidido aflojar un poquito su fuerza para permitir que los mortales juguemos apenas en su orilla.
Así, el Atlántico, deja que esta liliputiense se sienta poderosa por un rato, saltando sus diminutas olas y dejándome arrastrar por la espuma, pero siempre atenta por el rabillo del ojo por si se harta de jugar conmigo y me manda una ola tamaño estándar.