Subo por una ladera de piedras sueltas, me tengo que agarrar de las manos para dar los últimos pasos.Cuando llego a la cumbre del volcán, se despliega ante mí una vista de esas que te entra por el nervio óptico y llega hasta donde las neuronas se convierten en alma. Corre una brisa con sabor a sal. Abajo, la isla acaba en dos espigones que bordean una cala de un azul precioso. En el horizonte, el perfil oscuro de otra isla. Reconozco ese paisaje, como un paisaje muy querido y largamente añorado. Todo me resulta familiar, excepto las casitas blancas que crecen cerca de la costa, eso no estaba.
De pronto, en la pequeña cala, descubro un enorme ser que retoza en el agua. Es una ballena que está jugando. Entra y sale del mar, salta, saluda a la vida con su aleta y su enorme panza. Me llega su felicidad y lloro.
Me despierto emocionada y feliz, sé que era el Archipiélago Chinijo. Y sé que ya va siendo hora de conseguir la manera de volver a mi querida niña Alegranza.